Quizá fue culpa mía, a medias desde
luego, pero la cerilla, si no la encendí yo, sí que la saqué de la caja. ¿Por qué
no vienes estás Navidades a casa?... ¡Dios!.
Oí unos ruidos extraños y al girarme
me encuentro al energúmeno cogiéndola del cuello, los pies apenas rozaban el
suelo, ¡qué imagen!…, no sé si los sonidos eran el roce de los zapatos en el
suelo o su intento de respirar, no lo sé. Cuando llegó al comedor, la tiró al
suelo, literalmente y como si de un saco se tratara. La tiró al suelo mientras
seguía tapándole la boca con su manaza y ella… la cara roja. Me pareció que no
podía respirar. Entonces me acerqué y le bloqueé el brazo para que la dejara
mientras sustituí su mano pero con más suavidad y le decía, cállate, cállate y
nos vamos. Ahí fue cuando desde su metro yo qué sé cuanto, ochenta y cinco
quizá, le soltó un puñetazo en la cara. Y yo…
Por favor, levántate y nos vamos a
casa, por favor, te lo suplico levántate y nos vamos, ayúdame a levantarte que
yo no puedo, me duele demasiado la cabeza y no puedo hacer fuerza, te lo
suplico, por favor, levántate y nos vamos a casa, hazlo por mí, te lo estoy
pidiendo por favor, vamos, venga levántate.
Esa fue la segunda súplica, la
primera era lo mismo pero para que se callara, por favor cállate, te lo pido
por favor, te lo estoy suplicando, cállate, cállate y nos vamos a casa.
No sé cuando se levantó ni sé como,
pero de repente la misma escena sólo que acorralada en su recibidor. ¿Le pegó?,
no lo recuerdo, pero el pelo, le tiraba del pelo y ella la cabeza bien doblada
hacia atrás.
Mi cazadora, por favor, mi cazadora.
¿Qué parecía?, un cuerpo abandonado,
tirado en el suelo y totalmente abandonado, abandonado por la dignidad, la
fuerza, la bravuconería que desprendían sus palabras, absolutamente perdido y
asustado. Sus ojos se abrían cada vez más buscando… sólo ella sabe lo que
buscaban. Sólo pedía perdón, perdón, te lo juro que lo siento, lo siento mucho
por ti, lo siento, lo siento por ti.
¿Y yo?, ¿actué como debía o fui una
puta cobarde de mierda?. No me enfrenté a él, únicamente puse mi cuerpo de
escudo para protegerla y a pesar de mi inmenso volumen y del delgado cuerpo de
ella, por cada trozo que quedaba al descubierto, el metía la mano y ¡zas!, le
tiraba del pelo mientras le gritaba “no vuelvas a llamarla hija de puta, ¿me estás
oyendo?”, y ella me decía “yo no he dicho eso”. Sí, sí lo has dicho le
susurraba al oído. ¿Cuándo?. En el bar.
Después sola en la habitación, por
fin en el refugio de mi vida, analizo y no puedo evitar levantarme, acercarme a
la suya y decirle: Oye, respecto a lo hija de puta, no, no lo has dicho, lo
estoy rebobinando todo y no, estate tranquila porque no lo has dicho.
No me enfrenté a él y no por miedo,
lo juro, o si… no sé, pero en cualquier caso no era miedo a una hostia, era
miedo a que se enmierdara más la situación, sólo quería levantarla y marcharme
y si para ello hubiera tenido que decir que sí, que mi vida sin droga no es
vida, lo hubiera dicho.
Me viene de nuevo a la mente, como en
tantas otras ocasiones de mi vida, la película “El color púrpura”. Sophia,
aquella negra tan moderna y segura de sí misma que termina siendo un títere en
manos de los putos blancos.
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